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Lo que no se nombra no desaparece

  • Foto del escritor: Rosario Dominguez
    Rosario Dominguez
  • 27 jul
  • 1 Min. de lectura

Hay momentos en que sentimos que algo no está bien, pero no sabemos exactamente qué es. Nos cuesta ponerlo en palabras. A veces es un cansancio que no se va, una irritabilidad constante, una distancia interna que crece sin explicación. No hay un motivo claro, pero hay una sensación persistente de desajuste. Algo no encaja.

En muchas ocasiones, lo que se vuelve difícil no es tanto lo que vivimos, sino lo que no sabemos nombrar. Lo que queda atrapado en una zona ambigua, silenciosa, que no se dice por miedo, por vergüenza o simplemente porque nunca aprendimos cómo hacerlo. Pero lo que no se nombra no se disuelve. Permanece en el cuerpo, en los gestos, en las relaciones. Y cuando no tiene palabras, se traduce en síntomas.

En terapia, uno de los primeros movimientos importantes es poner en juego el lenguaje. No para explicarlo todo, sino para empezar a rodear lo que duele, lo que confunde, lo que pesa. A veces basta una frase bien dicha para que el malestar empiece a moverse. Porque cuando algo se nombra con precisión, cambia de forma. Y en ese cambio, muchas veces se abre una puerta.

No se trata de encontrar respuestas inmediatas. Se trata de encontrar la forma de decir lo que ha sido vivido en soledad. De validar lo que ha sido negado. De escuchar lo que durante mucho tiempo fue silenciado.

Cuando algo se puede nombrar, deja de gobernarnos desde las sombras. Y a partir de ahí, se vuelve posible pensar, elegir, respirar de otra manera.

 
 
 

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